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Crónica de una muerte no anunciada

Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin saber dónde otros gritos que no eran los suyos, Plácida Linero se asomó a la ventana de la plaza y vio a los gemelos Vicario que corrían hacia la iglesia. Iban perseguidos de cerca por Yamil Shaium, con su escopeta de matar tigres, y por otros árabes desarmados y Plácida Linero pensó que había pasado el peligro. Luego salió al balcón del dormitorio, y vio a Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse de su propia sangre. Se incorporó de medio lado, y se echó a andar en un estado de alucinación, sosteniendo con las manos las vísceras colgantes.


Caminó más de cien metros para darle la vuelta completa a la casa y entrar por la puerta de la cocina. Tuvo todavía bastante lucidez para no ir por la calle, que era el trayecto más largo, sino que entró por la casa contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se habían enterado de lo que acababa de ocurrir a 20 pasos de su puerta. «Oímos la gritería —me dijo la esposa—, pero pensamos que era la fiesta del obispo». Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar empapado de sangre llevando en las manos el racimo de sus entrañas. Poncho Lanao me dijo: «Lo que nunca pude olvidar fue el terrible olor a mierda». Pero Argénida Lanao, la hija mayor, contó que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los pasos, y que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados estaba más bello que nunca. Al pasar frente a la mesa les sonrió, y siguió a través de los dormitorios hasta la salida posterior de la casa. «Nos quedamos paralizados de susto», me dijo Argénida Lanao. Mi tía Wenefrida Márquez estaba desescamando un sábalo en el patio de su casa al otro lado del río, y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con paso firme el rumbo de su casa.


—¡Santiago, hijo —le gritó—, qué te pasa!

Santiago Nasar la reconoció.

—Que me mataron, niña Wene —dijo.


Tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tripas», me dijo mi tía Wene. Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina.


Así finaliza una de las obras maestras de nuestro querido Gabo, uno de los mayores autores de la literatura hispanoamericana y, probablemente, también, de la universal. Crónica de una muerte anunciada, parte de su gran legado, ha sido elogiada hasta la saciedad por narrarnos la historia de Santiago Nasar de una manera excepcional; ¿quién más hubiera sido capaz, por aquel entonces, de relatar un asesinato a la inversa y ofrecernos tantos testimonios de gente menos conocida a parientes más cercanos?


Imagino que a usted también le habrá sucedido esto, si es un lector habitual: nada más finalizamos una novela, comenzamos a pensar en los “¿y si…?” y demás, ¿no es cierto? ¿Y si X no hubiera acabado casada con Y y se hubiera ido Z?, ¿y si X hubiera sobrevivido a aquel ataque? ¿Cómo hubiera reaccionado Z si…? Es inevitable, y estoy seguro de que a usted le habrá pasado más de una vez, sin duda. Pues bien, este caso viene a ser prácticamente el mismo que el mío. Lo que yo pensé fue: ¿cómo habría reaccionado su madre, Plácida Linero, al haber visto el cadáver de su hijo? No ocultaré que mi mente ha ido en esta ocasión por la faceta más truculenta.


Por si fuera poco, aquella duda que jamás podría resolver anduvo por mi cabeza más tiempo de lo normal, por lo que fue derivando en otros subtemas, de menor o igual importancia. Hay veces en las que uno llega a terminar pensando en algo completamente diferente a lo original, de tanto que ha sido modificado —juro recordar una en la que empecé por Cervantes y acabé con Batman; ya me dirá usted la relación—, pero en esta ocasión, el tema persistió sin apenas reformas: ¿Cómo ha de ser el dolor de una madre que pierde a su hijo casi entre sus brazos? ¿Cuán cruel ha de ser la sensación que le proporciona ver a quien tuvo tanto tiempo dentro de sí y que con tanto esmero crió, educó y quiso, hecho un amasijo de tripas, tirado en el suelo como un sucio perro moribundo? Medité tanto tiempo alguna mísera palabra que lo pudiera describir y no me di cuenta de que, simplemente, no existía; sería algo inefable, sin duda —puede que sea esta la palabra que buscaba—.


Por otra parte, me alegró darme cuenta de que no era el único en busca de esa respuesta. Compatriotas, más o menos cercanos; digamos mejor ‘menos’; a nuestros tiempos, reflexionando sobre el sufrimiento humano, concluyeron en lo mismo que yo: sería tarea imposible encontrar una entrada en nuestro diccionario que encajara con nuestros propósitos. No obstante, ellos no quedaron conformes; quisieron proporcionarnos a las generaciones futuras una otra forma de poder sentir su desgracia, su miseria. Así pues, dejarían de lado las letras para poder dar rostro a las susodichas penurias.


Hubo intentos, no pocos. Muchos fracasaron y otros fueron recordados por siempre; inclúyase nuestra época contemporánea; como es el caso de un gran pintor del que hemos oído hablar más de una, y otra, y otra vez: nuestro amigo Pablo Picasso.


La más clara evidencia de este éxito sentimental reside, a día de hoy, en Madrid, coronando el mismísimo Museo Nacional Reina Sofía. El andaluz vivía rodeado de miseria, de hambre, de desdicha y demás aspectos para nada esperanzadores. España no vivía su mejor momento, ni mucho menos, al igual que Europa: con una situación económica deplorable y otra bélica aún más denigrante, hubo de sufrir la furia —o viles experimentos— de la Alemania Nazi, dirigida por un Adolf Hitler que se había apoderado de todo. Aquel panorama, al igual que calamidad, emanaba inspiración cuál manguera a presión para un hombre capaz de romper cualquier regla y límite componente de esta dura realidad, mirase por donde mirase. Tanto dolor, tantas madres que perdieron a sus seres más queridos delante de sus narices y tanto caos merecieron ser retratados, y no fue para menos, pues toda la España -presente y futura-, debería arrodillarse y llorar ante toda la barbarie vivida en Guernica.


Por tanto, ¿qué se debe sentir al ser madre y ver morir a tu propio hijo? Bien hemos comentado que tal sería la desgracia que no sería capaz de escoger un conjunto de letras que la puedan vestir, pero, como bien saben ya ustedes, una imagen puede valer más que mil palabras, y, en efecto: un retrato de la angustia personificada y plasmada es lo único que nos puede hacer notar el más mínimo dolor expresado por las tristes pinturas. El cuerpo de las madres pierde su forma para manifestar tanto dolor. Se rompen las barreras de la realidad para poder expresar lo inexpresable.




Así supongo que se debió sentir Plácida Linero cuando vio a su hijo muerto. Imagino que lo único que deseó fue en brazos y llorar. Aunque luego no lo pareciera, un dolor así llevaría por dentro.

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