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El guiso del perro.

Si no fuera por el sentimiento leve de culpa que hace acto de presencia en mí cada vez que vuelve ese recuerdo puede que yo tampoco creyera este relato, pensando que solo se trata de un sueño. A veces pienso que es así, que son una sucesión de imágenes oníricas de las que nunca pude salir.


Desde pequeña viví con mi abuela. Me quedé huérfana de padre a los cinco años cuando en la fábrica tuvo un horrible accidente, quedando atarpado en una máquina que le arrancó las piernas. Yo de esto me enteré después por los niños del colegio que no paraban de decírmelo para no hacerme daño. No sé si consiguieron que me doliera, pero en mi mente de niña se recreó la imagen según cómo me la imaginé a partir de los que me decían los niños. Comencé a desarrollar una obsesión desde la muerte de mi progenitor hasta los doce años, dedicándome a recrear la escena una y otra vez en los dibujos donde el rojo predominaba sobre el lienzo oscuro.


La muerte de mi madre, aunque también inesperada, causó una gran conmoción en mí. Vivió la mayor parte de su vida enamorada de un machista que le presionaba para vivir en sumisión. Cuando murió parecía que podría liberarse de la presión, pero la carga de su madre borracha la consumió hasta el suicidio.


A su fallecimiento me pregunté si le había valido la pena dejar a su hija huérfana para huir del dolor. Pero me di cuenta que esta cuestión carecía de sentido si no le tenía afecto a su primogénita. Aun si no me quiso, le sigo teniendo cariño, sobre todo ahora exánime: es mucho más fácil convivir con el recuerdo falso de una madre afectiva que con los lloros incesantes, en un principio, provocados por el dolor de las golpizas y, después, por los problemas familiares.


Vivir con mi abuela era como vivir sola, excepto por el olor a vodka barata que inundaba la habitación cada vez que llegaba. Después había pequeños detalles que podía pasar por alto, como los gritos a altas horas de la madrugada o los ladridos del viejo perro cada vez que entraba o salía de la casa.


Todo era tranquilo en aquel hogar, y cuando el alcoholismo hacía acto de presencia era como un pequeño momento de tesmpestad al que seguía la calma al instante, instaurando la paz otra vez a ese pequeño desastre de muebles viejos y polvorientos que era la casa.


Cierto día me llamaron la atención los quejidos a destiempo; faltaban un par de horas para que llegara mi abuela, hasta las dos no tenía que hacerlo.


Salí al patio. La noche oscura susurraba inquietud. Los gruñidos del perro habían cesado, por lo que se podía oír la vida de los animales nocturnos del bosque. Cri cri por aquí, cri cri por allá. Algo que se desliza entre la hierba. Solo faltaba la respiración fuerte de la mascota. "¡Ah, ahí está!". Di la vuelta a toda la casa para llegar a la caseta del perro, que en verdad se trataba de un viejo mueble de cocina al que le había quitado las puertas.


Tuve que acercarme más para ver al can, estaba con la parte superior del cuerpo metida en la cavidad. Aparte de la respiración se le escuchaba el ruido que hacía cuando comía. Me acerqué, lo moví un poco para ver lo que se traía entre manos. Giró la cabeza y con los ojos inyectados en sangre me gruñó. Tenía el hocico rojo. Pensé que quizás hubiera cazado un conejo o una ardilla. De prontó paró de comer. Mi abuela se había adelantado y ya estaba en casa. El animal se dirigió al exterior en su busqueda y los ladridos perturbaron el tranquilo pero inquieto ambiente.

Yo me agaché para ver que había estado comiendo. El olor de aquel trozo de carne era penetrante. Lo moví y vi que se trataba de una pierna con trozos de tejidos arrancados y los huesos visibles.

Mi grito fue descomunal. Las imágenes horrorosas de mi infancia volvieron. La reacción de mi abuela al verme, al ver el miembro fue de lo más extraña. No se inmutó, cogió la pala y la enterró. La ebriedad parecía quitarle los años de encima, en ocasiones. A mí me dio dos palmadas en la espalda y cuando se alejaba, en mi estado, la escuché reir.

No tenía sentido lo que acababa de pasar. Alguien tuvo que poner la pierna allí, alguien perturbado con ganas de hacer daño. Yo no conocía a nadie más aparte de mi familiar. Todas quellas personas que me habían intentado hacer daño en mi infancia se habían quedado lejos, en el pasado fuera de mi vida.

La única desquiciada que podría buscar hacerme daño era mi abuela. Mucho había tardado en intentar dañarme. Siempre lo hacía. Pasó así con su marido, con mi madre y ahora pasaría conmigo. Había matado a esas dos personas antes, no físicamente, sino psicológicamente.

Estaba intentando volverme loca para que quisiera acabar con mi vida, como había hecho mi madre. Yo, antes de morir por su culpa, prefería matarla por todo lo que había hecho. Desde entonces comencé a ver mi parecido con ella. Las ideas macabras comenzaron a surgir en mi mente.


La mejor era la que acabé escogiendo: cogerla en una de sus borracheras, mutilarle las piernas y cocinarlas para el perro. Así él también se vengaría de la odiosa borracha.


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